La Eucaristía, fuente de toda vocación y ministerio en la Iglesia
Mensaje para la 37 Jornada Mundial de
Oración por las Vocaciones
14 de mayo de 2000
Venerados hermanos en el episcopado;
amadísimos hermanos y hermanas de todo el mundo:
La Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones que será celebrada en el clima glorioso de las fiestas pascuales, momento particularmente intenso de las fechas jubilares, me ofrece la ocasión para reflexionar junto con vosotros sobre el don de la divina llamada, compartiendo vuestra solicitud por las vocaciones al ministerio sacerdotal y a la vida consagrada. El tema que quiero proporcionaros este año se pone en sintonía con el desarrollo del Gran Jubileo. Quisiera meditar con vosotros sobre: La Eucaristía, fuente de toda vocación y ministerio en la Iglesia. No es quizá la Eucaristía el misterio de Cristo vivo y operante en la historia? En la Eucaristía Jesús continúa llamando a su seguimiento y ofreciendo a cada hombre la “plenitud del tiempo”.
1. “Cuando llegó la plenitud del tiempo, Dios mandó a su Hijo, nacido de mujer”( Gal.4,4).
“La plenitud del tiempo se identifica con el misterio de la Encarnación del Verbo… y con el misterio de la Redención del mundo” (Tertio millennio adveniente, 1): en el Hijo consustancial al Padre y hecho hombre en el seno de la Virgen se abre y llega a su plenitud en el “tiempo” esperado, tiempo de gracia y de misericordia, tiempo de salvación y de reconciliación.
Cristo revela el plan de Dios respecto de toda la creación y en particular respecto del hombre. Él “revela plenamente el hombre al hombre y le comunica su altísima vocación” (Gaudium et Spes, 22), escondida en el corazón del Eterno. El misterio del Verbo encarnado será plenamente descubierto sólo cuando cada hombre y cada mujer sean realizados en Él, hijo en el Hijo, miembros de su Cuerpo místico que es la Iglesia.
El Jubileo, y éste en particular, celebrando los dos mil años de la entrada en el tiempo del Hijo de Dios y el misterio de la redención, incita a cada creyente a considerar su propia vocación personal, para completar lo que falta en su vida a la pasión del Hijo en favor de su cuerpo que es la Iglesia (Cor 1, 24).
2. “Puesto con ellos a la mesa, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Mas El desapareció de su presencia. Se dijeron uno al otro: “¿No ardía nuestro corazón dentro de nosotros mientras en el camino nos hablaba y nos explicaba las Escrituras?” (Lc 24, 30-32)
La Eucaristía constituye el momento culminante en el que Jesús, al darnos su Cuerpo inmolado y su Sangre derramada por nuestra salvación, descubre el misterio de su identidad e indica el sentido de la vocación de cada creyente. En efecto, el significado de la vida humana está todo en aquel Cuerpo y en aquella Sangre, ya que por ellos nos han venido la vida y la salvación. Con ellos debe, de alguna manera, identificarse la existencia misma de la persona, la cual se realiza a sí misma en la medida en que sabe hacerse, a su vez don para todos.
En la Eucaristía todo esto está misteriosamente significado en el signo del pan y del vino, memorial de la Pascua del Señor: el creyente que se alimenta de aquel Cuerpo inmolado y de aquella Sangre derramada recibe la fuerza de transformarse a su vez en don. Como dice san Agustín: “Sed lo que recibís y recibid lo que sois” (Sermón 272,1: en Pentecostés).
En el encuentro con la Eucaristía algunos descubren sentirse llamados a ser ministros del Altar, otros a contemplar la belleza y la profundidad de este misterio, otros a encauzar la fuerza de su amor hacia los pobres y débiles, y otros, también a captar su poder transformador en las realidades y en los gestos de la vida de cada día. Cada creyente encuentra en la Eucaristía no sólo la clave interpretativa de su propia existencia sino el valor para realizarla, y construir así, en la diversidad de los carismas y de las vocaciones, el único Cuerpo de Cristo en la historia.
En la narración de los discípulos de Emaús (Lc 24,13-35) S. Lucas hace entrever cuanto acaece en la vida del que vive de la Eucaristía. Cuando “en el partir el pan” por parte del “forastero” se abren los ojos de los discípulos, ellos se dan cuanta que el corazón les ardía en el pecho mientras lo escuchaban explicar las Escrituras. En aquel corazón que arde podemos ver la historia y el descubrimiento de cada vocación, que no es conmoción pasajera, sino percepción cada vez más cierta y fuerte de que la Eucaristía y la Pascua del Hijo serán cada vez más la Eucaristía y la Pascua de sus discípulos.
3. “He escrito a vosotros, jóvenes, porque sois fuertes, y la palabra de Dios permanece en vosotros y habéis vencido al maligno” (1 Jn 2-14).
El misterio del amor de Dios” escondido desde los siglos y desde las generaciones” (Col 1,26) es ahora revelado a nosotros en la “palabra de la cruz” (1 Cor 1,18) que morando en vosotros, queridos jóvenes, será vuestra fuerza y vuestra luz y os descubrirá el misterio de la llamada personal. Conozco vuestras dudas y vuestras fatigas, os veo con cara de desaliento, comprendo el temor que os asalta ante el futuro. Pero tengo, también, en la mente y en el corazón la imagen festiva de tantos encuentros con vosotros en mis viajes apostólicos, durante los cuales he podido constatar la búsqueda sincera de la verdad y el amor que permanece en cada uno de vosotros.
El Señor Jesús ha plantado su tienda en medio de nosotros y desde esta su morada eucarística repite a cada hombre y a cada mujer: “Venid a mí , todos vosotros, que estáis cargados y oprimidos y yo os confortaré (Mt 11,28).
Queridos jóvenes, salid al encuentro de Jesús Salvador. Amadlo y adoradlo en la Eucaristía. Él está presente en la Santa Misa que hace sacramentalmente presente el Sacrificio de la Cruz. Él viene a nosotros en la Sagrada Comunión y permanece en los Sagrarios de nuestras Iglesias, porque es nuestro amigo, amigo de todos, particularmente de vosotros jóvenes, tan necesitados de confidencia y de amor. De Él podéis sacar el coraje para ser sus apóstoles en este particular paso histórico: el año 2000 será como vosotros jóvenes lo queráis y lo deseéis. Después de tanta violencia y opresión, el mundo tiene necesidad de “echar puentes” para unir y reconciliar; después de la cultura del hombre sin vocación, hacen falta hombres y mujeres que creen en la vida y la acogen como llamada que viene de lo Alto, de aquel Dios que porque ama, llama; después del clima de sospecha y de desconfianza, que corrompe las relaciones humanas, sólo jóvenes valientes, con mente y corazón abiertos a ideales altos y generosos podrán restituir belleza y verdad a la vida y a las relaciones humanas. Entonces este tiempo jubilar será para todos de verdad “año de gracia del Señor”, un Jubileo vocacional.
4. “Os escribo a vosotros, padres, porque conocéis al que es desde el principio” (1 Jn 2, 13).
Cada vocación es don del Padre, y como todos los dones que vienen de Dios, llegan a través de muchas mediaciones humanas: la de los padres o educadores, de los pastores de la Iglesia, de quien está directamente comprometido en un ministerio de animación vocacional o del simple creyente.
Quisiera con este mensaje dirigir la mirada a toda esta categoría de personas, a las que está ligado el descubrimiento y el apoyo de la llamada divina. Soy consciente de que la pastoral vocacional constituye un ministerio no fácil, pero cómo no recordaros que nada es más sublime que un testimonio apasionado de la propia vocación. Quien vive con gozo este don y lo alimenta diariamente en el encuentro con la Eucaristía sabrá derramar en el corazón de tantos jóvenes la semilla buena de la fiel adhesión a la llamada divina. Es en la presencia eucarística donde Jesús nos reúne, nos introduce en el dinamismo de la comunión eclesial y nos hace signos proféticos ante el mundo.
Quisiera aquí, dirigir un pensamiento afectuoso y agradecido a todos aquellos animadores vocacionales, sacerdotes, religiosos y laicos, que se prodigan con entusiasmo en este fatigoso ministerio. No os dejéis desanimar por las dificultades, tened confianza! La semilla de la llamada divina, cuando es plantada con generosidad, dará frutos abundantes. Frente a la grave crisis de vocaciones al ministerio sacerdotal y a la vida consagrada que afecta a algunas regiones del mundo, es menester, sobre todo en este Jubileo del Año 2000, afanarse para que cada presbítero, cada consagrado y consagrada redescubra la belleza de su propia vocación y la testimonie a los demás.
Que cada oyente llegue a ser educador de vocaciones, sin tener que proponer una elección radical; que cada comunidad comprenda la centralidad de la Eucaristía y la necesidad de los ministros del Sacrificio Eucarístico; que todo el pueblo de Dios alce siempre la más intensa y apasionada oración al Dueño de la mies, con el fin de que mande operarios a su mies. Y que confíe esta oración a la intercesión de Aquella que es Madre del Sacerdote eterno.
Virgen María, humilde hija del Altísimo,
en ti se ha cumplido de modo admirable
el misterio de la divina llamada.
Tu eres la imagen de lo que Dios cumple
en quien a Él se confía;
en ti la libertad del Creador
ha exaltado la libertad de la criatura.
Aquel que es nacido en tu seno
ha reunido en un solo querer la libertad salvífica de Dios
y la adhesión obediente del hombre.
Gracias a Ti, la llamada de Dios
se salda definitivamente con la respuesta del hombre- Dios.
Tu, primicia de una vida nueva,
protégenos a todos nosotros en el «sí» generoso del gozo y del amor.
Santa María, Madre de cada llamado,
haz que los creyentes tengan la fuerza
de responder con ánimo generoso al llamamiento divino
y sean alegres testimonios del amor hacia Dios
y hacia el prójimo.
Joven hija de Sión, Estrella de la mañana,
que guías los pasos de la humanidad
a través del Gran Jubileo hacia el porvenir,
orienta a la juventud del nuevo Milenio
hacia Aquel que es “la luz verdadera
que ilumina a todo hombre”. (Jn 1,9)
Amén!
En el Vaticano, 30 de septiembre de 1999.
JUAN PABLO II