Vocación en el misterio de la Iglesia
Mensaje para la 43 Jornada Mundial de
Oración por las Vocaciones
7 de mayo del 2006
Venerables hermanos en el episcopado;
queridos hermanos y hermanas:
La celebración de la próxima Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones me ofrece la oportunidad de invitar a todo el Pueblo de Dios a reflexionar sobre el tema de la Vocación en el misterio de la Iglesia. Escribe el apóstol Pablo: «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo… Nos ha destinado en la persona de Cristo a ser sus hijos» (Ef 1, 3-5). Antes de la creación del mundo, antes de nuestra venida a la existencia, el Padre celestial nos escogió personalmente para llamarnos a entrar en relación filial con Él por medio de Jesús, Verbo encarnado, bajo la guía del Espíritu Santo. Muriendo por nosotros, Jesús nos ha introducido en el misterio del amor del Padre, amor que lo envuelve totalmente y que Él ofrece a todos nosotros. Así, unidos a Jesús, que es la Cabeza, formamos un solo cuerpo, la Iglesia.
El peso de dos mil años de historia no facilita captar la novedad del misterio fascinante de la adopción divina, que está en el centro de la enseñanza de san Pablo. El Padre, recuerda el Apóstol, «nos ha dado a conocer el misterio de su voluntad… Recapitular en Cristo todas las cosas» (Ef 1, 9.10). Y añade con entusiasmo: «A los que aman a Dios todo les sirve para el bien: a los que ha llamado conforme a su designio. A los que había elegido, Dios los predestinó a ser imagen de su Hijo, para que él fuera el primogénito de muchos hermanos» (Rm 8, 28-29). Perspectiva realmente fascinante: estamos llamados a vivir como hermanos y hermanas de Jesús, a sentirnos hijos e hijas de un mismo Padre. Un don que altera cualquier idea y proyecto meramente humanos. La confesión de la verdadera fe abre de par en par las mentes y los corazones al misterio inagotable de Dios, que impregna la existencia humana. ¿Qué decir entonces de la tentación, muy fuerte en nuestros días, de sentirnos autosuficientes hasta cerrarnos al misterioso plan de Dios sobre nosotros? El amor del Padre, que se revela en la persona de Cristo, nos interpela.
Para responder a la llamada de Dios y ponernos en camino, no es necesario ser ya perfectos. Sabemos que la conciencia del propio pecado permitió al hijo pródigo emprender el camino del retorno y experimentar así el gozo de la reconciliación con el Padre. La fragilidad y las limitaciones humanas no son obstáculo, con tal de que ayuden a hacernos cada vez más conscientes de que tenemos necesidad de la gracia redentora de Cristo. Ésta es la experiencia de san Pablo, que declaraba: «Muy a gusto presumo de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo» (2 Co 12, 9). En el misterio de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, el poder divino del amor cambia el corazón del hombre, haciéndole capaz de comunicar el amor de Dios a los hermanos. A lo largo de los siglos muchísimos hombres y mujeres, transformados por el amor divino, han consagrado la propia existencia a la causa del Reino. Ya a orillas del mar de Galilea, muchos se dejaron conquistar por Jesús: buscaban la curación del cuerpo o del espíritu y fueron tocados por el poder de su gracia. Otros fueron escogidos personalmente por Él y llegaron a ser sus apóstoles.
Encontramos también personas, como María Magdalena y otras mujeres, que le siguieron por propia iniciativa, simplemente por amor y que, como el discípulo Juan, ocuparon también un lugar especial en su corazón. Tales hombres y mujeres, que conocieron a través de Cristo el misterio del amor del Padre, representan la multiplicidad de las vocaciones que hay en la Iglesia desde siempre. Modelo de quien está llamado a dar testimonio de manera particular del amor de Dios es María, la Madre de Jesús, directamente asociada en su peregrinar de fe, al misterio de la Encarnación y de la Redención.
En Cristo, Cabeza de la Iglesia, que es su Cuerpo, todos los cristianos forman «una raza elegida, un sacerdocio real, una nación consagrada, un pueblo adquirido por Dios para proclamar sus hazañas» (1 P 2, 9). La Iglesia es santa, aunque sus miembros necesiten ser purificados para lograr que la santidad, don de Dios, pueda resplandecer en ellos hasta su pleno fulgor. El Concilio Vaticano II destaca la llamada universal a la santidad, afirmando que «los seguidores de Cristo han sido llamados por Dios y justificados por el Señor Jesús, no por sus propios méritos, sino por su designio de gracia. El bautismo y la fe los han hecho verdaderamente hijos de Dios, participan de la naturaleza divina y son, por tanto, realmente santos» (Lumen gentium, 40). En el marco de esa llamada universal, Cristo, Sumo Sacerdote, en su solicitud por la Iglesia llama luego en todas las generaciones a personas que cuiden de su pueblo; en particular, llama al ministerio sacerdotal a hombres que ejerzan una función paterna, cuya raíz está en la paternidad misma de Dios (cf. Ef 3, 14). La misión del sacerdote en la Iglesia es insustituible. Por tanto, aunque en algunas regiones haya escasez de clero, nunca ha de ponerse en duda que Cristo sigue suscitando hombres que, como los Apóstoles, dejando cualquier otra ocupación, se dediquen totalmente a celebrar los santos misterios, a la predicación del Evangelio y al ministerio pastoral. En la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis, mi venerado predecesor Juan Pablo II escribió a este respecto: «La relación del sacerdocio con Jesucristo, y en El con su Iglesia -en virtud de la unción sacramental-, se sitúa en el ser y en el obrar del sacerdote, o sea, en su misión o ministerio. En particular, “el sacerdote ministro es servidor de Cristo presente en la Iglesia misterio, comunión y misión. Por el hecho de participar en la ‘unción’ y en la ‘misión’ de Cristo, puede prolongar en la Iglesia su oración, su palabra, su sacrificio, su acción salvífica. Y así es servidor de la Iglesia misterio porque realiza los signos eclesiales y sacramentales de la presencia de Cristo resucitado”» (n. 16).
Otra vocación especial, que ocupa un lugar de honor en la Iglesia, es la llamada a la vida consagrada. A ejemplo de María de Betania que «sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra» (Lc 10, 39), muchos hombres y mujeres se consagran a un seguimiento total y exclusivo de Cristo. Ellos, aunque desarrollando diversos servicios en el campo de la formación humana y en la atención a los pobres, en la enseñanza o en la asistencia a los enfermos, no consideran esa actividad como el objetivo principal de su vida, porque, como subraya el Código de Derecho Canónico, «la contemplación de las cosas divinas y la unión asidua con Dios en la oración debe ser el primer y principal deber de todos los religiosos» (can. 663 § 1). Y en la Exhortación apostólica Vita consecrata Juan Pablo II señalaba: «En la tradición de la Iglesia la profesión religiosa es considerada como una singular y fecunda profundización de la consagración bautismal en cuanto que, por su medio, la íntima unión con Cristo, ya inaugurada con el Bautismo, se desarrolla en el don de una configuración más plenamente expresada y realizada, mediante la profesión de los consejos evangélicos» (n. 30).
Recordando la recomendación de Jesús: «La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies» (Mt 9, 37-38), percibimos claramente la necesidad de orar por las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. No ha de sorprender que donde se reza con fervor florezcan las vocaciones. La santidad de la Iglesia depende esencialmente de la unión con Cristo y de la apertura al misterio de la gracia que actúa en el corazón de los creyentes. Por ello quisiera invitar a todos los fieles a cultivar una relación íntima con Cristo, Maestro y Pastor de su pueblo, imitando a María, que guardaba en su corazón los divinos misterios y los meditaba asiduamente (cf. Lc 2, 19). Unidos a Ella, que ocupa un lugar central en el misterio de la Iglesia, podemos rezar:
Padre,
haz que surjan entre los cristianos
numerosas y santas vocaciones al sacerdocio,
que mantengan viva la fe
y conserven la grata memoria de tu Hijo Jesús
mediante la predicación de su palabra
y la administración de los Sacramentos
con los que renuevas continuamente a tus fieles.
Danos santos ministros del altar,
que sean solícitos y fervorosos custodios de la Eucaristía,
sacramento del don supremo de Cristo
para la redención del mundo.
Llama a ministros de tu misericordia
que, mediante el sacramento de la Reconciliación,
derramen el gozo de tu perdón.
Padre,
haz que la Iglesia acoja con alegría
las numerosas inspiraciones del Espíritu de tu Hijo
y, dócil a sus enseñanzas,
fomente vocaciones al ministerio sacerdotal
y a la vida consagrada.
Fortalece a los obispos, sacerdotes, diáconos,
a los consagrados y a todos los bautizados en Cristo
para que cumplan fielmente su misión
al servicio del Evangelio.
Te lo pedimos por Cristo nuestro Señor. Amén.
María Reina de los Apóstoles, ruega por nosotros.
Vaticano, 5 de marzo de 2006.
BENEDICTO XVI